La importancia de estar en «la zona»

En psicología deportiva nos referimos a «jugar en la zona» al estado (mental, emocional y corporal) en el que el funcionamiento del deportista es óptimo. Este jugar en la zona se caracteriza por una mente calmada y concentrada, por un cuerpo relajado y activado, por unos movimientos fluidos y con escaso gasto energético, y por niveles altos de confianza. En definitiva, es el estado psicocorporal en el que el deportista es capaz de sacar lo mejor de sí mismo.
Pero no, este artículo no trata de la práctica deportiva, sino de algo mucho más importante: nuestro día a día. Las personas vivimos nuestra vida a través de una serie de procesos cognitivos, emocionales y corporales, triple dimensión que queda integrada de una manera compleja en la personalidad de cada uno con la que enfrentamos, como digo, el día a día que conforma nuestra vida.

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Centrémonos en la dimensión corporal y en concreto a los niveles de activación neurofisiológica. Se puede hablar de tres zonas de activación: activación óptima, hiperactivación e hipoactivación, que se corresponderían con la acción de diferentes subsistemas del sistema nervioso autónomo, lo que explicaría las notables diferencias en lo relativo a cómo funcionamos en cada una de las zonas.
La zona de activación óptima está regida por el sistema nervioso parasimpático ventral, también denominado «sistema de conexión social». Simplificando, podríamos decir que en esta zona la persona piensa mejor, se siente mejor, se relaciona mejor y goza de unas mejores sensaciones corporales. Y esto es así porque el sistema nervioso parasimpático ventral está constituido por las estructuras más sofisticadas, evolutivamente posteriores y que nos dotan de flexibilidad a la hora de percibir y responder.
En situaciones percibidas como amenaza entra en juego el sistema nervioso simpático (zona de hiperactivación), más rígido y primitivo. Básicamente, solo maneja dos códigos: ataque y fuga. En esta zona, sobre todo si no hay nada a lo que atacar o de lo que fugarse, se piensa peor, aparecen los pensamientos obsesivos y  los excesos de tensión muscular, la capacidad para las relaciones queda mermada, la persona se acelera y se excita en exceso y las sensaciones corporales pueden volverse abrumadoras.
Si ambos sistemas fracasan en lo relativo a aportar sensaciones de seguridad, entrará en juego el tercer sistema, el parasimpático dorsal (zona de hipoactivación), que se correspondería con la paralización, la desvitalización, la debilidad muscular, la pérdida de energía, los sentimientos de vacío, la falta de ganas.

Tomado de «El trauma y el cuerpo. Un modelo sensoriomotriz de psicoterapia» (2009), Ogden, P., Minton, K. y Pin, C. ; Desclée de Brouwer.

Destacaré aquí el gran valor de los planteamientos que están poniendo en conexión este sencillo modelo de los tres niveles de activación con la Teoría del apego, en los que, a grandes rasgos, la hiperactivación correlaciona con el apego inseguro ambivalente, la activación óptima con el apego seguro y la hipoactivación con el apego inseguro evitativo. Pues bien, podría decirse que todas las dificultades psicoemocionales/corporales, o al menos una gran mayoría, sean estas pasajeras o duraderas, tienen que ver con la imposibilidad de mantenerse en la zona de activación óptima. Y a la inversa, el equilibrio personal y el buen funcionamiento se relaciona con la capacidad que la persona haya desarrollado, en interacción con su entorno, para no salir de esta zona, y con la facilidad para volver a ella tras los inevitables desequilibrios.
La resiliencia, por ejemplo, podría definirse como la capacidad de afrontar las dificultades sin salirse de la zona de activación óptima. Imaginemos un bombero que sea capaz de estar en medio de un incendio sin salir de esta zona. Podrá pensar con flexibilidad en la mejor solución posible. En la medida que pase a zona de hiperactivación se activarán mecanismos de ataque o fuga, y si se hipoactiva se quedará bloqueado y paralizado.
Desde esta perspectiva, apreciaremos con facilidad que los principales objetivos de cualquier psicoterapia se relacionan con la ampliación, por así decirlo, de la zona de activación óptima; con que sea esta la predominante; con que cada vez haya menos elementos, internos o externos, reales o fantaseados, pasados, presentes o futuros que tengan la capacidad de sacar a la persona de esta zona; y con el desarrollo de la capacidad de recobrar el equilibrio, es decir, volver a «la zona», cuando se pierda. El trabajo psicoterapéutico no soluciona nuestra vida, nos ayuda a estar en las mejores condiciones para afrontarla. Volviendo al símil deportivo con el que empezaba, no nos gana el partido, nos ayuda a estar en «la zona» para jugarlo.
Estos valiosísimos planteamientos que integran los niveles de activación y los estilos de apego me han permitido reenfocar dos cuadros clínicos y perfilar una terapéutica eficaz para los mismos. Me refiero al Trastorno por déficit de atención (TDA) y a la Fibromialgia.
El TDA quedaría explicado por la hipoactivación o la hiperactivación del niño. Como digo, en estas dos zonas el procesamiento de la información pierde eficacia, y mucha, simplemente porque las partes más sofisticadas del sistema nervioso entran menos en juego al activarse otras. Es por ello que el niño medicado con estimulantes mejora. El problema de la atención es pues secundario. Nos encontraremos con niños hiperactivados que necesitan aprender a regularse a la baja y niños hipoactivados que necesitan aprender a regularse al alza. Hacerlo a base de anfetaminas es, al menos, cuestionable.
La fibromialgia, y esta es una hipótesis de trabajo mía, se correspondería con estados prolongados de hipoactivación, a los que la fatiga sería inherente, y en los que el dolor muscular derivaría de la falta de tono y activación muscular prolongada en el tiempo. Actualmente trabajo en el proyecto «Psicología y deporte contra la fibromialgia», basado en la idea de que con un adecuado trabajo cognitivo, emocional y corporal se puede salir de la zona de hipoactivación, y por tanto de la fatiga y la falta de ganas, y romper con ello el «bucle del dolor», en el que el intento de aliviarlo lo empeora.